Los afectados por un trastorno de la personalidad suelen adoptar determinadas actitudes y conductas que entran en conflicto con las actitudes y conductas generalmente aceptadas como “normales”.
Tanto en el ámbito familiar, como en el social y en el laboral, las personas que tienen que relacionarse con estos enfermos encuentran grandes dificultades para mantener esa relación dentro de un margen aceptable para ellos mismos.
En el plano laboral esa difícil adaptación puede traducirse en empleo de escasa duración; y en el plano social en un frecuente cambio de amistades.
Sin embargo, en el caso de la relación con la familia no puede suceder lo mismo, ya que los padres y los hermanos lo son “para siempre”.
Por lo tanto, los padres y hermanos tienen a atribuir las dificultades en la convivencia
exclusivamente a las actitudes y conductas “anómalas” de los afectados por un TP.
Los padres pueden terminar creyendo que hay dos tipos de hijos: los “normales”, que siempre son estables, responsables, ordenados, cariñosos, prudentes, respetuosos, trabajadores, alegres y generosos; y los suyos, que carecen de muchas de esas cualidades.
Sin embargo, esa es una percepción distorsionada de la realidad. Cuando los padres imaginan cómo debería ser un hijo “ideal” están pensando en cómo solían ser los jóvenes de hace tres o cuatro décadas, y pasan por alto cómo suelen ser los jóvenes de hoy en día.
El resultado es que se mantienen unas expectativas irreales e injustas hacia los hijos.
Irreales porque a veces se espera de ellos que se comporten como no lo hacen los jóvenes normales” de su edad. E injustas porque los afectados por un TP tienen que hacer frente a unos conflictos internos que no padecen los demás jóvenes. Conviene, pues, rebajar las expectativas y no esperar más de lo que pueden dar. Es absurdo –e inútil- pedirle peras al olmo.