El devenir cotidiano de una familia en la
que un miembro padece un TP suele alejarse de los parámetros de convivencia
considerados como “normales”. Silencios prolongados, explosiones de ira,
acusaciones inculpatorias, amenazas, insultos, pasividad, incumplimiento de las
normas, autolesiones, y determinadas conductas dan lugar a un clima familiar
poco “natural”.
La familia se suele debatir entre la preocupación
y la angustia: se observa atentamente la conducta del afectado, tratando de
detectar signos de actitudes o comportamientos relacionadas con el TP, siempre
dispuestos a intervenir para mitigar los efectos dañinos que puede tener sobre
los enfermos.
En este escenario es fácil caer en la posición
del “guarda jurado”, siempre pendientes del mínimo gesto del familiar con TP,
bien para advertirle, para criticarle, o para oponerse a sus intenciones reales
o presuntas.
No es de extrañar que el enfermo, al sentirse
como una bacteria en un microscopio, intente eludir ese excesivo control, a
veces ocultando sus pensamientos y sus actividades, y a veces rebelándose,
incluso violentamente, contra sus familiares. Cuanto más se siente tratado como
un sospechoso, como un niño de pocos años, o como un bicho raro, más
probabilidades habrá de que termine actuando como tal.
Es muy importante que la familia evite
crear ese círculo vicioso. Sin dejar de ocuparse del enfermo, se debe evitar
que la vida familiar se convierta en una permanente situación excepcional. Hay
que hablar con naturalidad al enfermo, otorgarle un margen de confianza,
respetar sus momentos de silencio o de mal humor, bromear con él. En una palabra:
quitarle dramatismo a la vida diaria, para no contribuir a que él perciba su
vida como un drama.
Para ganar una batalla hay que disparar al
enemigo cuando se le ve. No sirve de nada estar disparando continuamente a la
oscuridad.