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martes, 8 de noviembre de 2011

ENTRE PREGUNTAS

El devenir de los afectados por un TP es siempre errático y azaroso, y ocasiona no pocas dificultades a los que lo padecen, y gran inquietud entre sus familiares. Como consecuencia de todo ello, son innumerables las preguntas que los familiares se hacen. Son tantas, y obtienen tan pocas respuestas concluyentes, que el resultado es frecuentemente una situación de bloqueo, que impide cualquier acción útil.
Sería muy conveniente –para los familiares y para los enfermos- reducir esa tormenta de preguntas a unas dimensiones asumibles. No es fácil hacerlo, pero se puede aplicar un método sencillo, consistente en clasificar en dos categorías las preguntas que nos surgen –las útiles y las inútiles-, y prohibirnos estrictamente perder ni un sólo minuto con las segundas.
¿Por qué a nosotros?
¿Por qué este hijo y no sus hermanos?
¿Qué he hecho yo para merecer esto?
¿Qué hemos hecho mal?
¿Por qué no actúa de otra manera?
¿Por qué nos odia?
¿Por qué no hay soluciones rápidas?
¿Cuándo terminará esto?
Esas y otras preguntas seguirán apareciendo en nuestra mente. Pero no conseguiremos respuestas, y, aunque las tuviéramos, no habríamos avanzado nada para mejorar la situación. Por eso es recomendable aplicarse a la disciplina de apartarlas cada vez que aparezcan.
Sólo hay una pregunta que merece la pena responder, teniendo en cuenta que es muy probable que la respuesta correcta no coincida con la respuesta que más nos gustaría:
¿Qué puedo hacer
ahora para ayudarle?

Y DESPUÉS ¿QUÉ?


Las personas que padecen un trastorno de la personalidad suelen encontrar numerosas dificultades para desenvolverse adecuadamente en el ámbito social, laboral y familiar. Tanto la escasa tolerancia a las frustraciones, como la deficiente interrelación social dificultan el normal proceso de aprendizaje mediante el método de “prueba y error”.
Ante este hecho, la tendencia de muchos familiares se orienta a actuar como colchón protector, haciendo un poco de intermediarios entre los afectados y el mundo exterior, frecuentemente hostil.
De esta manera, se consolidan unos hábitos poco funcionales para la deseable autonomía de los afectados. En la misma medida en que perciben como normal que su familia se ocupe de protegerles de muchos avatares, o de minimizar las consecuencias de sus errores,  terminan acostumbrándose a no tener que preocuparse ellos mismos, lo que perpetúa su situación de vulnerabilidad.
Así los años van pasando, los familiares constatan que los avances que experimentan sus hijos o hermanos son muy lentos, y entonces aparece la terrible pregunta: “Y después ¿qué? ¿qué será de él cuando yo no esté aquí para ayudarle?”.
La respuesta es sencilla, aunque nada tranquilizadora: “después” ellos dependerán casi exclusivamente de sí mismos. Puede que entonces aprendan nuevas lecciones y vayan mejorando sus capacidades adaptativas. Y puede que el cambio producido por la desaparición del colchón protector sea demasiado brusco, y encuentren dificultades insalvables.
No resulta agradable asumir esta realidad. Pero la realidad siempre termina imponiéndose. La conclusión, pues, es evidente: cuanto antes propiciemos que adquieran su propia autonomía, mejor preparados se hallarán el día que tengan que desenvolverse ellos solos. Y dicho al revés: cuanto más les protejamos ahora, más echarán en falta esa protección cuando desaparezca. Tenemos que elegir: o les protegemos ahora, o propiciamos que ellos se protejan en el futuro.

miércoles, 12 de enero de 2011

EL TIEMPO

Uno de las dificultades que tienen que afrontar los familiares de afectados por los TP es adaptar su vida a un ritmo temporal diferente al considerado como normal.
En un momento dado se ven obligados a enfrentarse a la indiscutible realidad de que que sus hijos o hermanos presentan unas actitudes y comportamientos inapropiados, que les producen importantes disfunciones para adaptarse a su entorno familiar y social.
Cuando cabía esperar que alcanzaran un grado suficiente de madurez, autonomía y estabilidad, lo que ocurre es todo lo contrario: los familiares observan que a los 20, los 30 o los 40 años adoptan patrones de conducta inestables, erráticos, o inadaptados.
Surge la incógnita aterradora: ¿se trata de una situación transitoria o definitiva? ¿obedece a una crisis pasajera o a un estado permanente?
Si se trata de algo transitorio, bastaría con armarse de paciencia. Si fuera algo definitivo, sería preciso abordarlo con resignación.
Pero la respuesta no es concluyente. A veces parece transitorio y a veces duradero. A cada episodio crítico le sucede un periodo de mayor estabilidad, que vuelve a terminar en una nueva etapa conflictiva.
Y así van pasando las semanas, los meses y los años. En un desesperantemente lento devenir del tiempo. Hay que volver atrás, situarse en la época de la infancia de los afectados, y volver a tener paciencia, infinita paciencia. Hay que volver a empezar una compleja labor de reeducación, recurriendo a estímulos, a premios y a sanciones; aceptando que no basta con decir las cosas una vez, sino cien; y aprendiendo a convivir con unos hijos que a veces parecen adultos y a veces niños.
Las horas parecen días, las semanas meses, y los meses años. Pero el tiempo pasa a pasar de todo, y poco a poco, de manera apenas perceptible, van evolucionando, van mejorando, van haciéndose adultos completos. Sólo hace falta tener las suficientes paciencia y constancia para aguantar hasta el final.

LA FRUSTRACIÓN

La frustración es esa desagradable sensación que experimentamos cuando no se ve cumplida una expectativa que esperábamos alcanzar.
Es. pues, un problema de desajuste: La cuestión no estriba en que consigamos mucho o poco, sino en la diferencia entre lo que esperamos y lo que conseguimos. Y tal como aprendimos en nuestras primeras clases de aritmética, la magnitud de una diferencia depende de las magnitudes del minuendo y del sustraendo. Cuanto más altas sean nuestras expectativas, más probabilidades habrá de que no se cumplan, y por lo tanto, de que aparezca la frustración.
Una característica común en los afectados de TP es la baja tolerancia a la frustración. A todos nos molesta que no se cumplan nuestros objetivos, pero más o menos nos aguantamos y nos resignamos, e incluso a veces sacamos conclusiones de los fracasos, y aprendemos cosas que nos servirán para hacerlo mejor en el futuro.
No suele ser este el caso de los afectados por el TP. Ni se aguantan, ni se resignan, y pocas veces sacan conclusiones y aprenden para el futuro. Peden dejarse llevar por la rabia y por la agresividad, o bien inclinarse hacia la evitación y la pasividad.
Para evitar esas reacciones, a menudo los familiares intenten reducir las frustraciones de sus hijos o hermanos, lo cual parece recomendable. Sin embargo, no siempre se hace de la mejor manera posible.
Cuando tratamos de reducir el desajuste entre lo esperado y lo obtenido por un afectado de TP, actuando sobre lo obtenido –es decir, poniendo nosotros de nuestra parte lo que él no ha conseguido-, estamos propiciando su dependencia, ya que continuará fijándose metas inalcanzables, y exigiendo que nosotros las cumplamos por él.
Por eso, la mejor manera de contribuir a reducir la frustración de los afectados de TP es ayudarles a rebajar sus expectativas, y, sobre todo, no ser nosotros mismos los que fijamos metas inalcanzables para ellos.

PERSONA Y PROBLEMA

Las personas afectadas por algún trastorno de la personalidad manifiestan determinados patrones de conducta que persisten en el tiempo. Algunas de esas conductas resultan disfuncionales, y les ocasionan multitud de problemas en su vida familiar, social y laboral.
Habitualmente, las familias intentan corregir esas pautas por múltiples vías: razonamientos que al final se convierten en “sermones”; coacciones, ruegos, exigencias, promesas, comparaciones. Todo puede servir para intentar cambiar un “estilo de vida” anómalo.
Con el tiempo, muchas familias terminan resignándose ante la constatación de que ninguno de sus intentos consigue lo que ellos pretenden. Entonces colocan a su hijo la etiqueta de “problemático”, y optan por atribuir cualquier conducta o actitud negativa a “la enfermedad”. Se trata de una solución confortable porque proporciona una explicación a lo que ocurre: la culpa es de “la enfermedad”.
Llegados a este punto, “la enfermedad” se convierte en un manto que lo cubre todo, y el afectado deja de ser visto como una persona con un problema, pasando a convertirse en “un enfermo”, en un problema.
Esa visión por parte de la familia dificulta la ayuda que podrían prestarle, haciendo olvidar que el TP ocasiona ciertas disfunciones, pero no ensombrece la totalidad de la personalidad del afectado. Un TP puede dificultar sus relaciones sociales, hacerle tomar decisiones impulsivas; o tolerar mal la frustración. Pero nunca afecta a todos los ámbitos de su vida.
Aprender a diferenciar qué es debido al trastorno de la personalidad, y qué conductas no tienen nada que ver con ello es, quizá, uno de los retos más difíciles con los que se enfrentan las familias.
Pero lograrlo supone estar en condiciones de aceptar lo que es inevitable, de lo que puede corregirse y no hay por qué aceptar. Permite concentrar el esfuerzo en aquello que puede corregirse en lugar de tropezar contra el muro de lo inevitable. Y, sobre todo, contribuye a que el afectado se sienta como una persona que tiene un problema, y no como un problema con forma de persona.