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sábado, 4 de mayo de 2013

Pedir peras al olmo



Los afectados por un trastorno de la personalidad suelen adoptar determinadas actitudes y conductas que entran en conflicto con las actitudes y conductas  generalmente aceptadas como “normales”. 
Tanto en el ámbito familiar, como en el social y  en  el  laboral,  las  personas  que  tienen  que relacionarse  con  estos  enfermos  encuentran grandes dificultades  para  mantener  esa relación dentro de un margen aceptable para ellos mismos. 
En  el  plano  laboral esa difícil adaptación puede traducirse en empleo de escasa duración; y en el plano social en un frecuente cambio de amistades. 
Sin embargo, en el caso de la relación con la familia no puede suceder lo mismo, ya que los padres y los hermanos lo son “para siempre”. 
Por  lo  tanto,  los  padres  y  hermanos  tienen  a atribuir  las   dificultades en  la convivencia 
exclusivamente a  las actitudes  y  conductas “anómalas” de los afectados por un TP. 
Los padres pueden terminar  creyendo  que hay dos tipos  de  hijos: los  “normales”, que siempre son      estables,  responsables, ordenados, cariñosos, prudentes, respetuosos,  trabajadores,  alegres y generosos;   y  los suyos,   que   carecen de muchas de esas cualidades. 
Sin    embargo,  esa  es  una   percepción distorsionada de la  realidad. Cuando los padres  imaginan  cómo  debería  ser  un  hijo “ideal” están pensando en cómo solían ser los jóvenes de  hace tres o cuatro décadas,  y pasan por alto cómo suelen ser los jóvenes de hoy en día. 
El   resultado es que se mantienen unas expectativas irreales e injustas hacia los hijos. 
Irreales porque a veces se  espera de ellos que se comporten  como  no  lo  hacen  los jóvenes  normales”  de su edad.  E injustas porque los afectados  por  un  TP  tienen  que hacer frente a unos conflictos internos que no padecen los demás jóvenes. Conviene, pues, rebajar las expectativas y no esperar más de lo que   pueden dar. Es absurdo –e inútil- pedirle peras al olmo. 

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